Y secaste su rostro,
quedando entre tus manos
su hermosura…

Tu corazón latía intensamente; sabías que era Él y le buscabas,
siguiendo aquellas huellas del madero.

Te dolía su Cruz y te dolía la sangre de su rostro y de su cuerpo…
Era Jesús. Tu Dios. El Rey del mundo hecho hombre, hombre- Dios.
Iba a morir por ti, por ti y por todos, hasta incluso, por los mismos
blasfemos que le hablaban…

Y llegaste hasta El, entre la gente; le miraste a los ojos… ¡ Oh,
Verónica! sus ojos, los que nunca borraste de los tuyos.

Ante Dios suplicante, fuiste a enjuagar su rostro ensangrentado;
abrazarle querías, hablar con El del cielo y de la tierra, decirle
¡Tantas cosas! Pero no te dejaron, tenía que morir tú lo sabias…

Y seguiste sus pasos hasta la cumbre aquella del Calvario; las manos
temblorosas unías a tu pecho por abrazar el lienzo consagrado;
bajaste la mirada y ¡Cristo estaba allí! entre tus manos; su rostro
ensangrentado, sus heridas y esos ojos que tanto te dijeron.

Dios te eligió Verónica, porque sabías que era Él y le encontraste,
siguiendo aquellas huellas del madero…